Una de las cualidades de las grandes bellezas, es el brillo que desprenden, un brillo que ciega a quien las contempla y que deja a oscuras todo lo demás.
Las personas con gran simpatía y encanto que anulan a quienes los acompañan, las canciones más radiadas que dejan mudas a sus compañeras de disco, la escena más famosa de una película que empequeñece el resto del metraje, el capítulo más emocionante del libro que hace olvidar que los demás te llevaron hasta él, incluso el cuadro más famoso del mundo, que eclipsa un museo entero.
Esto es lo que pasa en el museo del Louvre de París. Nosotros, turistas medios, que hemos llegado con un vuelo de bajo coste, que no estamos aleccionados en el bello mundo del arte, que no sabemos de pintores, ni de técnicas, pero que nos encantan los mitos, y los personajes, que somos hijos de una cultura pop, de popular, de crear y engrandecer mitos. Esos que han entrado al Louvre, como por tradición obligada, que han mirado los cuadros sin ver, que han pasado por delante de ellos sin sentirlos, que se han dejado guiar por el murmullo de las exclamaciones, y de los disparadores de las cámaras. Que se han abierto un hueco a codazos entre otros turistas de su misma especie, hasta quedar delante de un cristal que protege la sonrisa más famosa del mundo. La Mona Lisa.
Y quién de esos turistas embobados iba a atreverse a darle la espalda a La Gioconda. Quién de esos absortos admiradores iba a apartar sus ojos de esos otros, que los miran y los persiguen allá donde se mueven. Quién de esos turistas que sienten que han cumplido con un rito iniciático del viajero, iba a osar a girarse. Si lo hiciese, aun con los ojos empequeñecidos por el resplandor del brillo de su compañera de sala, se encontraría con el que es posiblemente el cuadro más ignorado del mundo. El cuadro que ve llegar a miles de personas a su estancia, pero que no consigue atraer la mirada de ninguno. En el Louvre esto lo saben y han querido plantarle cara al engatusamiento de Da Vinci con su cuadro más grande. Pero apenas lo consiguen. La mayoría de los visitantes se marchan, en busca del siguiente mito que adorar, sin posar apenas los ojos sobre él, sin dedicarle al menos unos segundos de su visita.
Solo los más atrevidos, los más osados, los que desafían a las masas y a la cultura popular, o quizás los más inteligentes, o los mejor informados, se atreven a girarse y oponerse por un momento al mundo. Son muy pocos los que dejan a sus espaldas los murmullos de admiración para regalarle a este cuadro sus pequeño segundo de gloria.
Si estáis allí, cegados por brillo de una leyenda, giraros un momento, la hsitoria os lo perdonará, y Veronés y sus Bodas de Caná, os lo agradecerán.
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